martes, 14 de septiembre de 2010

La vida se resume en la distancia de un paso a otro

Hay un intervalo de tiempo. A veces mínimo, otras veces dura años. En este tiempo la vida cambia: de la alegría a la tristeza, de la euforia a la desazón, etc. Uno que todo es claro, perfecto y lindo pasa a ser oscuro, feo, mal oliente y nadie quiere estar ahí.


Pero todos pasamos por ahí, algunos mas que otros. Hay quienes pasan meses, otros que nacen en el periodo oscuro y un segundo antes de dejar de respirar ven la vida que desperdiciaron y son felices, pero les dura un segundo y se van. Descansan, recuerdan momentos vividos, son felices y todo es claro, en ese periodo de descanso nadie lo pasa mal y es por eso que a muchos débiles les tienta a mares.

Pero, ¿a qué voy con esto? ¿a quién mierda le escribo?. Les escribo a los otros, a los valientes. Ellos son los que sobresalen, saltan y pisotean los momentos feos, los que aprenden de ellos. Son los que te ayudan, los que te ponen el hombro, son los que ríen contigo, son los que lloran contigo. Son los que no preguntan, entienden. Son los que con una mano te sobran dedos, son los que le agradeces a dios que nacieron.

Me incluyo en la de los valientes, no porque me crea capaz de tapar el sol con un dedo o el que se las sabe todas, me incluyo solamente porque he sabido reponerme de los momentos oscuros. Pero nadie sería parte de este selecto grupo solo, estamos ahí gracias a los incondicionales.

No sabemos cuando llega un mal momento ni menos queremos estar en él, pero es asunto de la vida, del destino mismo. Tampoco sabemos cuando llega ese perro fiel, pero darse cuenta de que lo tienes a tu lado y está dispuesto a hacer todo lo que mencioné arriba es lo que le da color a esta vida y la vuelve alegre. Porque el remedio siempre sanará la enfermedad siempre que elijamos el remedio adecuado y las dosis bien medidas.

Atte, el Poeta Urbano

jueves, 2 de septiembre de 2010

El purgatorio del pueblo

Portugal 125, esquina Diagonal Paraguay. Un edificio parece ser la antesala del juicio final. A la entrada, el olor y las súplicas de los indigentes confirman la sospecha. La sala de espera es desalentadora: sólo un carabinero y dos guardias para velar por la seguridad de unas aproximadas 30 personas, quienes rebalsan las cuatro corridas de asientos azules. El gastado color crema de las paredes demuestra que más que una manito de gato, necesitan una garra de león. Pero a nadie le importa. Para amenizar la espera, el lujoso Hospital de Urgencia y Asistencia Pública ofrece máquinas de snacks y cafés que no funcionan, una cafetería que abre sólo unas horas al día y un televisor de escasas pulgadas que está siempre apagado.


Los alrededores de la Posta Central durante un sábado a la noche son dramáticos: A una cuadra hay niñas de 14 años prostituyéndose por cuatro mil pesos; más cerca, las autoridades de la municipalidad de Santiago barren con los mendigos, quitándoles sus frazadas y colchones; de a poco van llegando los profesores de colegios católicos a regalarle comida a los mendigos, para así, alegrar un poco sus penosas vidas; y adolescentes que al ser vistos aspirando neopreno, son expulsados por Andrew, el cuidador de autos. El ruido de las sirenas de las ambulancias que constantemente entran y salen, se vuelve la banda sonora de esta película insoportable.


Las urgencias más comunes son los cortes de cuchillo casero, quemaduras y caídos en batallas poblacionales. Pero las historias de las personas que llegaron durante agosto son anecdóticas: señoras desmayadas; jóvenes con esquizofrenia y epilepsia; madres que perdieron a sus hijos durante el embarazo, amenazan con suicidarse; y el emblemático caso del Anderson: debido a una pelea, lo tiraron del puente Bandera y llegó con una ceja colgando y cinco costillas rotas. En promedio, la Posta atiende a 1500 personas diarias y mueren seis.


En la sala de espera, los guardias deben lidiar con las molestas bromas de los choros que se asoman al pasar. La gente se incomoda y siempre hay un bebé llorando. Al caminar por el pasillo, uno se encuentra con una cabina de informaciones con una recepcionista que brilla por su ausencia: aquí cada uno debe rascarse con sus propias uñas. Quien tiene la suerte de ser atendido, jamás espera el diagnóstico de los doctores. Se sienten afortunados con el simple hecho de haber sido atendidos.


En el área de los boxes de atención, el tema se torna trágico: ancianos y niños esperan ser atendidos en pleno pasillo durante horas, mientras son atendidas personas en peor estado. Pisos arriba, en traumatología, hasta ocho personas duermen en una pieza común. En la sección de quemaduras, el 80 por ciento de los pacientes tiene más de la mitad del cuerpo quemado.


Hay un amigo de los mendigos de afuera que ayuda a las personas cuando llegan en mal estado. “Lo que muestra la televisión sobre la Posta es muy suave, esta es la vida real. En mis brazos han muerto tres personas porque no alcanzaron a ser atendidos”, dice Andrew, orgulloso de su labor social.

Atte, el Poeta Urbano